¿Por qué sentimos miedo? ¿Por qué nos sentimos tan vulnerables?
¿Qué imagen tenemos de nosotros mismos para perder tanta confianza?
¿Cómo es posible que nos hagamos tanto daño, que cualquier cambio mínimo en nuestras vidas, cualquier gesto o palabra, nos desequilibre como si nos lanzaran a un vacío sin fin?
Cuando me subo a un escenario, algo dentro de mí logra callar todo eso. En ese instante, se desvanecen la crítica y el daño pasado. Se borran esas voces repetitivas y las imágenes de quienes marcaron mi educación dancística y que, durante el proceso creativo, aparecen como monstruos.Esas voces se apagan dando lugar a una luz que emana de dentro de mi, entrando en otro universo donde puedo estar en paz, donde me doy la mano conmigo misma y paseo por el sendero de la verdad más absoluta para mi.
Pero fuera del escenario… es como estar en una guerra profunda y larga que nunca termina. Esas voces ruedan por mi interior, drenando mi energía, recordándome una y otra vez que NO llegaré a los objetivos, que mi técnica no alcanza o que, quizá, no valgo para esto. Son tan agotadoras… De repente mi cuerpo y mente se convierten en guerreros para poder vencer una batalla invisible.
Sé que tengo que luchar contra ellas. Sé que no van a detenerse, a menos que me enfrente a ellas una y otra vez, tantas veces como sea necesario.
Hoy lo llaman síndrome del impostor. Se dice que quienes lo sufren sienten que no merecen sus logros o que sus habilidades son inferiores a lo que los demás perciben. En mi caso, mucho de eso es cierto. A veces me invade la sensación de que nunca conseguiré nada porque, al sentirme inferior a los demás, nadie me lo otorgaría.
Y entonces me pregunto: ¿es por las expectativas ajenas o por las mías propias?
Soy una mujer muy exigente conmigo misma. Intento ser crítica aunque me duela, busco ver las cosas desde diferentes perspectivas, aunque no todas sean agradables. También sé que, además de maestros, tuve una figura muy cercana a mí que me recordaba constantemente que nada era suficiente.
Cuando llegamos a la edad adulta se supone que debemos valernos emocionalmente solos. Pero ¿qué pasa si el alma está dañada? ¿Qué pasa si no crecimos en un entorno donde nuestras emociones pudieran ser escuchadas, abrazadas, ordenadas, pulidas, sacudidas?
Llegamos a la vida sin entrenar, sin disciplina, sin músculo, sin equipo, no sabemos pedir ayuda, y mucho menos decir que no. Nos agazapamos entre la maleza, esperando que nos entre mas el sol. Y aun así creemos que podemos con todo. Creemos que ganaremos la carrera.
Pero… ¿mandaríamos a un deportista a las olimpiadas sin entrenar?
Entonces, ¿por qué se espera que corramos nuestra propia carrera sin preparación?
Ahí empiezan las frustraciones. Ahí empiezas a notar que existen diferencias profundas entre unas personas y otras. Diferencias que marcan cómo te proyectas en el mundo, qué caminos eliges tras cada caída, cuánta fuerza y sentido logras darle a lo que haces.
Si no aprendemos a escucharnos, si nos dejamos arrastrar por entornos que nos desconectan, que nos llenan de ruido , es muy difícil encontrar nuestra carrera. Y cada uno la descubre en un momento distinto de su vida, si es que llega a hacerlo.
Por eso es tan importante rodearse de personas que te alienten sin menospreciarte. Gente que te apoye sin hacerte sentir que no vales nada. Personas que te levanten en lugar de hundirte.
Porque el entorno puede ser el combustible que necesitamos para no dejarnos vencer por esas batallas internas que desgastan el alma. No es que tengamos que consumir a los que están a nuestro alrededor, ni exigirles nada, todo lo contrario, simplemente saber elegir con quien merece la pena compartir. Ya que muchos de nosotros no tuvimos la oportunidad de hacerlo cuando éramos niños, intentémoslo por lo menos ahora.
Yo lo seguiré intentando. Seguiré descubriéndome y entrenando para poder, simplemente poder, danzar tranquila. Total, yo elijo hacer una carrera de fondo.
¿Y tú, en qué punto de tu carrera de fondo te encuentras?